"Hoy me doy cuenta que en realidad no estoy orgulloso de ser homosexual"
Tenía creo que seis o siete años. Acompañaba a mi madre a su trabajo y recuerdo claro como el agua que frente al auto pasó un hombre en un vestido de flores y cabello largo, se veía feliz. Recuerdo a mi madre decir: “mira Mauricio, eso es un cueco”, como si diciendo que evitara convertirme en tal “espécimen” a toda costa.
A lo largo de mi niñez fui tranquilo, sufría de sobrepeso. Las relaciones sociales siempre me fueron difíciles, en mi mente no había manera de que me valoraran siendo gordo y afeminado; la valoración que me tenía era casi nula pero nadie se podía dar cuenta. El show siempre debe continuar.
Vino la adolescencia y con ella florecí. Luchaba aún con algunas libras de más, y en el colegio ya rondaban rumores sobre mi masculinidad. Decidí hacer caso omiso y concentrarme en mis estudios. Era muy aplicado y logré finalmente ganar parcialmente el orgullo de mi madre, persona que nunca me había demostrado su afecto y que poco a poco comencé a distanciar de mi vida. Tal vez había reconocido que no era lo que ella esperaba de mí.
Por mucho que lo ignoraba, en el fondo de mi corazón sabía que jamás mi madre se sentiría orgullosa, porque me había convertido en ese hombre del vestido de flores que ella tanto aborreció, solo que en vez de feliz yo estaba marchito.
A mis dieciséis años comencé a dudar de todo, de mí, de la vida y de la verdad. No sabía quién tenía que ser ni quién podía ser. Dudaba de mí cuando silenciaba, cuando gritaba. En multitudes me perdía porque no existía. No temía, pero desconocía, y si hay algo horrible es no saber nada, de vivir ofuscado de la realidad. Pero el paso lo di, era inevitable: si el mundo me iba a odiar que me odiaran por lo que era, no por lo que pretendía.
Comencé a leer entre líneas y me di cuenta que lo peor había pasado, reconocerme y aceptarme. Comencé a cultivar un jardín a mis adentros, de flores y de vegetales, pero también de suculentas y de marañas; por muy joven que fuera sabía que iba a ser una batalla, contra la sociedad, contra los paradigmas, pero sobre todo contra mí mismo.
Ahora estoy a punto de cumplir veinticinco y a pesar que mi historia ha tenido más altos que bajos, sigo en la búsqueda. Por un tiempo dentro de mí adolecía, me sentía solo (de nuevo). Frustrado buscaba razones por las que no conectaba con nadie, buscaba y buscaba y no encontraba. Cruzaba los dedos y miraba al cielo a ver si encontraba a alguien que me hiciera sentir especial, pero en el proceso me di cuenta que ya lo era. Que estaba aquí, completo. Que mi jardín por fin daba frutos y que me había convertido en ese hombre que mi madre temía que fuera. Que estaba listo para que la historia se repitiera y caminara en mi vestido de flores, feliz. Me detengo y pienso que tal vez un niño de seis o siete me verá en la calle y se formule preguntas sobre su identidad, y eso me alegra.
Hoy me doy cuenta que en realidad no estoy orgulloso de ser homosexual; estoy orgulloso de ser un hombre que ya no teme ir a la cama en soledad. Estoy orgulloso de sentir temor, de aprender del dolor, pero también de las risas y de los buenos momentos.
Estoy orgulloso de ser. De mis matices y contrastes. De subir y bajar, pero siempre en mi frecuencia. De ser dueño de mi presencia.
Si es bien cierto, mi sexualidad no me define, es solo una parte de mi infinidad, pero bien que me ha ayudado a encontrarme. Como humano, como hijo, como hermano.
Flores frescas. Soy mío y de más nadie.
Feliz mes del orgullo.